martes, 27 de noviembre de 2007

Palabras del autor de Duerme tranquila, Rebecca durante la presentación del libro


Mi nombre completo es Luis Eduardo, mi primer nombre es por parte de mi padre y el segundo es por parte del doctor que atendió a mi madre cuando ella me tuvo. Según mi padre el doctor era amigo de la familia, una persona responsable, músico y autor de un sinfín de canciones muy famosas por aquellos años; según mi madre, aparte de guapo el doctor era amable y atento.

Mis apellidos son misterios que espero develar algún día y exorcizarlos para saber con exactitud mi procedencia y poder ingeniármelas cuando se me pregunte de donde vengo aunque en realidad lo más difícil de responder será a dónde voy.

Mi padre, a decir verdades, ha sido un cómplice silencioso a lo largo de mi vida y mi literatura, en realidad, en mi apego hacia cualquier tipo de arte. Las primeras historias que llamaron mi atención fueron las que él me contaba cuando era niño, antes de cerrar los ojos, oyendo música clásica que él llamaba “música para dormir”. Nunca me regaló de niño como se estima en las familias una pelota de fútbol, por ejemplo, pero a cambio de ello recuerdo que me obsequió un hermoso órgano eléctrico con el que aprendí a mentir, y digo mentir porque yo no tocaba el órgano sino simulaba tocarlo frente a mis amigos con una pasión que ya quisiera tener cualquiera, para serles sincero lo que mis amigos oían atentos era la memoria del instrumento y no a mí, que jugaba desde entonces a inventar historias. Jamás se enteraron ellos de lo que ahora les cuento a ustedes, espero no causarles ninguna decepción a los primeros.

Aquellas historias que oí de niño las creía propias de mi padre, pensaba que él las había inventado para nosotros. Cada noche era una historia distinta. Recuerdo además que en el colegio donde estudiaba por aquellos años no dejaba de alardear frente a mis compañeros que mi padre sabía historias magníficas acerca de fantasmas y aparecidos y que dormía con música especial para dormir y que tenía un órgano bellísimo. En el fondo intentaba ser como él, en silencio, contaba sus historias, pero mi estilo era precario y carecía de animosidad. Quizá fue lo primero que entendí con claridad, quizá lo primero que supe antes de pensar a lo que me dedicaría fue que contar una historia requería de mucha práctica y mucho dedicación. Sin embargo, tuvieron que pasar un par de años para enterarme de que mi padre no era el responsable de esas historias, había crecido unos centímetros más justo cuando creía que había perfeccionado mi estilo e intentaba sorprender a mi profesor de literatura contándole una de las tantas historias que había aprendido a narrar a la perfección, para ese entonces sentíame seguro y no lo dudé ni un segundo
cuando mi profesor anunció que colocaría altas calificaciones al alumno que contase una historia ante la clase. Desde mi asiento alcé el brazo, pasé al frente y ahí estaba otra vez, intentando ser como él. A medida que avanzaba veía el rostro de mi profesor un tanto suspicaz, cuando terminé, entre aplausos de mis compañeros, me llamó a la hora de recreo y me dijo que lo que había contado en clase pertenecía al tradicionalista Don Ricardo Palma.

Cuando llegué a casa y lo comenté mi padre, obviamente, afirmó que jamás habíase dado él como responsable de las historias, por el contrario, las historias que el sabía eran las que su abuela de nombre Blanca le había contado a él cuando niño. En mi ingenuidad y con un poco de rabia volví a buscar al profesor y le dije con cierta ironía que mi abuela Blanca le había contado todas las historias a ese tal Ricardo Palma y me retiré con una sonrisa, habiéndome hecho una promesa desde aquel entonces que nunca olvidaría: escribir mis propias historias, mis propias mentiras.

Existen momentos importantes que una persona guarda en silencio y no comparte fácilmente por considerar que existirán momentos propicios para poder hacerlo y éste siendo la presentación de mi primer libro, creo que lo amerita. Cuando era adolescente mi padre me llevaba durante las vacaciones de verano al Colegio Champagnat en el cual él trabajaba. Mi asombro ante la enormidad del colegio no fue tanta como ante la biblioteca que visité con él. Fue en ese instante, creo, que empecé a querer a los libros.

A lo mejor he olvidado el nombre de ese señor que me los entregaba para leerlos, a lo mejor hasta he olvidado su rostro, pero las personas recordamos instantes que nos han marcado y en algún instante lo relacionamos con nuestro presente para poder entendernos a nosotros mismos. Quizá he olvidado con exactitud las palabras que mi padre usaba para contarme esos cuentos que su abuela le había contado a él, pero lo que no podré olvidar fue lo que sentí antes esas historias, como tampoco he de olvidar seguramente la música para dormir, el órgano con su melodía cautivadora, las noches mágicas.

Disculpen si en lugar de hablar de mi primer libro he hablado de mi niñez, para ustedes puede resultarles innecesario, pero para mí lo es todo.

E. R. W

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